Calles desoladas, un silencio casi sepulcral, los pocos comercios que hay están cerrados. No hay niños correteando en la plaza, el "play" está vacío.
Los fines de semana cambiaron. Ya no llega nadie, no hay visitación pero sí hay incertidumbre y mucha.
Boca Tapada está a 57.5 kilómetros de Ciudad Quesada. Sus pobladores viven de algo en común principalmente: el turismo, algo que desapareció por completo hace poco más de un mes.
En una silla mecedora, reviviendo la final de fútbol en la que San Carlos fue campeón, dentro de un bar cerrado y con la esperanza de que alguien llegue por una boca y una cerveza, está don Jorge Acuña.
Con una esperanza enorme, hace 5 años compró el establecimiento que le daba de comer a él y su familia de 4 miembros, mismo que ahora no da para ni para comprar comida o pagar servicios básicos. Las ventas bajaron a cero y los ahorros empiezan a terminarse. A partir de ahí nace la incertidumbre y el temor.
"Vendo poquillos para llevar por si alguien ocupa pero eso es como nada por que acá todos estamos igual, ni plata hay por que todos vivimos del turismo y ahora todo está cerrado. Antes por lo menos con esto comía, pagaba la luz, el agua y ahora estoy con unos ahorritos que tenía que yo creo este mes ya se van", contó.
Ahora piensa en la comida de él, su esposa y sus dos hijos. En los 90 mil colones mensuales que debe pagar de luz, ahora debe pagar el servicio de agua potable. Para ello sale a las 5 de la mañana a una parcela pero trabajar la tierra tampoco le soluciona mucho sus problemas.
¿Qué piensa hacer cuando esos ahorrito se gasten? "Esa es una muy buena pregunta por que no tengo ni idea", contestó.
20 kilómetros después, en Boca San Carlos el panorama no cambia, solo que acá la presencia policial es más marcada. Estos vecinos colindan con el Río San Juan.
El Langostino, era, sí era, una de las sodas más visitadas. A orillas de la pura boca del Río San Carlos con una vista hermosa, un acabo rústico y la deliciosa cuchara de doña Cristina Dávila. Pero ahora, la encontramos sola y con doña Cristina viendo al horizonte en un hermoso atardecer de verano frente a los playones del río.
"Como la gente no sale no vienen aquí y nosotros vivimos de esta soda. Aquí todo es un silencio y prácticamente vivo de algunos bistec o fajitas de pollo o pescado que vendo si alguien, de casualidad, viene un fin de semana pero que va, esto nos va a dejar mal y no vamos a poder ni abrir de nuevo", contó.
A esto, se le unió que sus dos hijos quedaron sin trabajo en hoteles locales que suspendieron jornadas y su esposo que insiste en la pesca con la esperanza de que alguien llegue a comprar.
"Mi hijo me dice: mami no te preocupés, mejores tiempos vendrán y lo importante es poder pasar todo esto juntos", concluyó.
Su realidad no es exclusiva. 140 familias que habitan la comunidad pasan por lo mismo: incertidumbre, temor y hasta hambre.
Afuera, en un patio, descalzos, correteando gallinas y un chompipe nos encontramos a los hijos y nietos de doña Trinidad López.
En una pieza de latas de zinc, sin paredes y con solo un fogón, una refrigeradora amarrada a un bastión, una hamaca y 6 camas, viven 10 personas: doña Trinidad, su esposo, sus 6 hijos y dos nietos.
En medio del más nítido aseo, pese a tener piso de tierra, y un orden envidiable atiende a sus pequeños quienes disfrutan del "quedarse en casa" corriendo detrás de los animales, subidos en el árbol de guaba o subiéndose al gallinero para recoger los huevos del día.
Su esposo perdió su empleo como chofer del bus que transporta los estudiantes al colegio y desde entonces se aferra a la pesca y a las chambas para que puedan comer o bien que alguien se atreva a comprarles.
Es una de las personas agradecidas con la ayuda estatal y los diarios que les dan por medio de los centros educativos. Eso sin duda fue la bendición caída del cielo.
"Eso me ayuda y mucho pero no es suficiente para nosotros que nos las arreglamos cuando mi esposo ajusta para comprar un poquito más de comida y lo que más nos preocupa es poder comprar el alcohol y el jabón para estar limpios", narró.
Aunque parezca paradójico ahora les preocupa además pagar agua. Hasta hace 15 días, dependían de pozos artesanales para recibir el líquido y ahora tienen acueducto y agua potable pero con ello llegó otra responsabilidad que no tenían: pagar el servicio.
"Sé que todo va a pasar y es para bien", dijo.
Debilidades comunes
Las limitaciones económicas y alimentarias tienen competencia en estas comunidades. El acceso a Internet es mínimo y la única fuente de información que tienen son los noticieros televisivos que tratan de ver todos los días para entender qué sucede.
La labor informativa le ha tocado a la policía que, casa a casa, trata de explicarles por qué no deben salir, por qué deben cerrar sus negocios, por qué nadie los visita, por qué el turismo cesó.
¿Ayudas estatales? Han oído de ellas pero no tienen la mínima idea de cómo accesarlas.
"Yo no se nada de eso de tecnología, no entiendo y dicen que todo hay que hacerlo así entonces ni hago el intento de pedir nada", dijo don Jorge a sus 58 años.
Como si fuera poco, la única forma de salir de sus comunidades es en bus y ya no hay servicio. Es decir, a ausencia de tecnología podrían pedir la ayuda personalmente pero tampoco tienen cómo.
"Estamos tratando de recoger firmas para ver si nos ponen el bus una vez a la semana por lo menos para salir a comprar comida o a ver quién nos ayuda", declaró doña Trinidad.
El resguardo policial es lo que los sostiene tranquilos en medio de la desolación del pueblo que antes, era ocupada por el tráfico de migrantes y el turismo.
Sentado en una silla a la puerta de la pulpería del pueblo, don Juan Rafael Salas, extraña esa cotidianidad. Las ventas en cero y el temor al mil.
"Aquí nadie entra ni sale, nadie pasa, nadie llega. Nos tiene muy afectados que el bus no volvió", puntualizó.
Eso sí, todos saben de qué se trata el famoso COVID-19. Saben que no deben tener contacto con nadie más y que no deben salir y lo cumplen.
Son comunidades en las que no se ve gente en la calle, menos aglomeraciones y se respira una esperanza profunda.
En medio de la humildad y la ilusión característica, las sonrisas asoman pese a la situación. Como todos, no tienen idea de cuándo esto acabe pero lo que saben es que, por su empeño y esperanza, volverán más fuertes a su vida normal: aquella de fines de semana cargados de turistas, bañistas y campistas en los playones del río.
Aquella de venta de pescado y exquisitos langostinos, cuando pueden. Aquella de tener asegura el ingreso económico para poder sobrevivir.